EL SÍNDROME DEL IMPOSTOR
Te acaban de ascender después de muchos años de luchar duro. Por fin dices adiós a esa sala multitudinaria y ruidosa y disfrutas del silencio de tu nuevo despacho. Con la subida de salario prometida por fin podrás comprar esa casa con un dormitorio extra que tanto necesitas. Sin embargo, en ese estado de ensoñación y felicidad empieza a colarse una nube cargada de malos presagios, una idea que se desliza hacia el interior de tu cerebro sigilosamente, a escondidas. Por fin, verbalizas tu pensamiento y te preguntas: “¿Cuándo se darán cuenta de que no tengo ni idea de cómo desempeñar mi nuevo puesto? ¿Qué voy a responder cuando mi equipo me haga la primera pregunta y descubran que no tengo ni idea?”.
Si alguna vez has pasado por esta situación, la conocerás perfectamente. Si no has pasado, es probable que algún día pases, ya que le ocurre al 70% de las personas.
La buena noticia es que no tienes que preocuparte. No eres un fraude. Simplemente estás sufriendo un ataque (esperemos que pasajero) del síndrome del impostor. Se trata de un fenómeno psicológico por el que las personas pensamos que no estamos a la altura, a pesar de nuestros logros académicos o profesionales, que atribuimos a la suerte. Puede alcanzar niveles patológicos, cronificándose en el tiempo y dificultando a quien lo sufre asumir riesgos, aunque sean los derivados de participar en cualquier actividad que puedan dejar al descubierto sus supuestas limitaciones.
Puede deberse al carácter inseguro de la persona; a una baja autoestima; a fracasos del pasado; a la convicción de haber estado por debajo de las expectativas de los padres o familiares; a creer no estar a la altura; o, simplemente, a la necesidad de asumir nuevos retos profesionales o académicos.
Se supera a través de dos enfoques: en interno y el externo.
Internamente a través del conocimiento de uno mismo, de nuestras limitaciones, pero también de nuestras fortalezas y nuestros logros. A admitir que no podemos lograr la perfección en nuestro quehacer y, por tanto, renunciar a la misma y buscar, simplemente, el trabajo bien hecho.
Externamente podemos combatirlo de forma activa, reduciendo nuestras debilidades a través de la formación en habilidades.
La némesis del síndrome del impostor es otro síndrome: el de Dunning-Kruger. En este caso la distorsión de la realidad es en sentido contrario: las personas creen tener mayores capacidades de las que realmente tienen. Generalmente se asocia a personas con bajos conocimientos en la materia y supone un doble riesgo: no sólo son incompetentes en el asunto, sino que, lo que es peor, no lo reconocen.
Tiene mucho que ver con ese dicho de que no hay nadie más peligroso que un ignorante con decisión.
En el gráfico podemos ver en el área roja cómo las personas de bajas competencias tienden a sobreestimar las mismas, mientras que los de altas competencias las infraestiman.
Todos tenemos un amigo que, tras un examen, siempre decía “lo he clavado”. Hasta que llegaban las notas y veíamos que había clavado… un magnífico suspenso.
Por el contrario, lo que realmente irritaba era escuchar al “empollón” de la clase decir que el examen le había salido fatal. Cuando veíamos las notas, nos había humillado con dos o tres puntos más que nosotros.
Según los autores del estudio que dio nombre al síndrome:
“La ignorancia genera confianza más frecuentemente que el conocimiento”
La frase debería estar grabada en la entrada a todas las universidades. No como en aquella aula de un escuela de ingenieros de caminos, donde rezaba: “Quien entre aquí que pierda toda esperanza”, citando a Dante.
El efecto Dunning-Kruger puede llevar a actuaciones atrevidas y peligrosas en profesionales que sobreestiman su pericia, mientras que, por el contrario, puede limitar la ambición de personas especialmente dotadas.
Un corolario interesante del efecto es la denominada ley de la controversia de Benford, de rabiosa aplicación en la redes sociales, que dice que:
“La pasión asociada a una discusión es inversamente proporcional a la cantidad de información real disponible”.
En España decimos no entender cómo no ganamos todos los campeonatos mundiales de fútbol, cuando disponemos de cerca de 20 millones de entrenadores (toda la población masculina), que hace sesudos y ardientes análisis estratégicos de nuestros partidos.
Pues eso, más información y menos pasión en lo que desconocemos.